De Quito al Alma

Nací en Quito, Ecuador, una ciudad enclavada en los Andes, donde los volcanes y el cielo se encuentran. Mi madre, una mujer valiente de Colombia, y mi padre, un hombre ecuatoriano de pocas palabras, nos criaron a mis dos hermanos, mi hermana y a mí en un hogar un poco conflictivo, donde el bullicio de las visitas familiares era una constante melodía de risas y cuentos.

Apenas puse un pie en el jardín de infantes, pero mi estancia allí fue efímera, solo una semana. Entre los 5 y los 11 años, la vida nos llevó de un lugar a otro, como hojas arrastradas por el viento, asistiendo a tres escuelas fiscales diferentes. Fueron tiempos de cambio y adaptación, pero también de crecimiento y aprendizaje.

Desde muy joven, encontré en el trabajo un sentido de responsabilidad. Hacía jugos de naranja para un restaurante y limpiaba y empacaba fresas en una empresa, siempre acompañado de buenos amigos. Al mismo tiempo, me sumergí en las actividades de la iglesia católica, donde descubrí un sentido de comunidad y servicio que marcaría mi vida.

La relación con mi padre fue una montaña rusa de emociones, con más caídas que subidas. En mi adolescencia, encontré refugio en el colegio San Luis de Quito y, posteriormente, en el colegio Luxemburgo, donde culminé mi bachillerato. Mi tiempo libre lo dedicaba a participar en grupos juveniles y a hacer voluntariado en una Casa Familia, donde conocí a personas que se convertirían en pilares fundamentales en mi vida.

Esos años de formación, entre cambios de casa, trabajos eventuales y actividades comunitarias, forjaron mi carácter y me enseñaron el valor de la perseverancia, la amistad y la solidaridad. Cada experiencia, cada persona que conocí, dejó una huella imborrable en mi corazón, construyendo el camino  de muchas alegrías, despedidas y aprendizaje forzoso.


A una edad temprana, el destino me llevó a varias escuelas fiscales, impidiéndome formar amistades duraderas. No fue hasta los 9 o 10 años que encontré mis primeros amigos, un grupo diverso y un poco excéntrico. Algunos eran artistas en potencia, otros tenían el alma de músicos, y unos cuantos eran auténticos galanes. Yo, en cambio, era el tranquilo del grupo, encontrando felicidad en las cosas sencillas y sin necesitar mucho para estar contento. 

En mi adolescencia, dejé mi hogar para enfrentar un nuevo mundo en un colegio internado. Allí aprendí que no todos son buenos; algunos eran más agresivos y obtusos que otros. No todos nos ajustábamos a la lógica de los profesores y formadores, pero tuve la suerte de encontrar un par de buenos amigos y compañeros. Un día, harto de tanta hipocresía, decidí cambiar de rumbo y me fui a estudiar a un colegio fiscal. Allí, junto a unos amigos tan locos como yo, logramos graduarnos, a pesar de las circunstancias caóticas que vivíamos en nuestras familias.

Ya fuera en la escuela o en el colegio, siempre supe adaptarme a las nuevas situaciones. Para algunos, era querido; para otros, no tanto. Las circunstancias sociales, económicas o religiosas a veces dividían, pero mis amigos siempre estuvieron ahí, en las buenas y en las malas. Aprendimos a disfrutar la vida, ya fuera con mucho o con poco. Sabíamos compartir y salíamos adelante, pasara lo que pasara. Hubo momentos difíciles, sí, pero también mucha vida de satisfacción, celebración y crecimiento. 

Extraño a cada uno de mis amigos, aunque hace tanto tiempo que no nos vemos. Cada uno ha seguido su camino con sus familias, hijos, hijas, y sus ex o actuales esposas. La verdad es que no sé quién sigue con su primer amor. Amores que se recuerdan, pero que ya no se desean. Amigos de paseos y peleas, de aventuras y locuras. Amigos de luchas y aprendizajes. Amigos de tragos, de fiestas y de esas pendejadas que solo nosotros entendíamos. 

Nos entendíamos sin necesidad de palabras. Simplemente sentados en la vereda, con un par de cervezas, éramos felices. Y aún más cuando pasaban las chicas que nos gustaban. Algunos salíamos corriendo al ver pasar a una ex; pura adrenalina. Espero que cuando lean estas líneas, se rían tanto como yo al recordarlo. 

La adolescencia y la juventud temprana estaban llenas de desafíos, y honestamente creo que no siempre somos conscientes de ellos. Desde estudiar (en Rusia educan a los niños, ir a la escuela o al colegio es un trabajo) para aprobar el año escolar hasta aprender a comunicarnos con nuestros padres y manejar nuestras emociones, estos años están marcados por una constante búsqueda de identidad.

Recuerdo que, en mi corta experiencia, solía pasar todos los fines de semana con un par de amigas. Tenía amigos que, con tan solo 16 o 17 años, ya se habían convertido en padres. Otros amigos parecían tener un carisma natural para estar con diferentes chicas cada pocos días. Yo, por mi parte, era más fresco y tranquilo... no siempre entendido bien cuando creces en un ambiente agresivo y tóxico. Aunque en ese tiempo solíamos decir que me daban el 'chance'.

También recuerdo haber querido enfrentarme a un par de chicos problemáticos que siempre aparecían en el barrio y en el colegio. Nunca entendí por qué siempre buscaban el conflicto. ¿Acaso estaban frustrados o atravesaban situaciones difíciles en sus hogares? Tal vez nunca lo sabré. Parecían personas traumatizadas: peleaban y lloraban cuando perdían un partido de fútbol. A mí nunca me gustó mucho el fútbol y no era bueno para los deportes, así que me llamaban "marica". La verdad, sus palabras no me afectaban; más bien, me daban pena.

Años después reflexioné sobre todo aquello y pensé que quizás hubiera sido bueno darles un par de trompazos. Lamentablemente, estas personas a veces también son parte de la familia e incluso tienen problemas más graves. Mi madre solía decirme que uno siempre tiene el control sobre sus acciones. Ahora pienso que, si hubiera escuchado más a mi padre, un par de imbéciles probablemente habrían recibido unos cuantos golpes de mi parte. O como se dice en mi tierra, ¡ahí nos dábamos!

No recuerdo exactamente a qué edad fue. Con un par de amigos, tomamos una camioneta y nos fuimos de fiesta al centro de Quito. Estuvimos en un bar y, la verdad, la pasamos muy bien. Pero al final de la noche ya estábamos bastante borrachos. Uno de mis amigos estaba demasiado ebrio, y adivinen quién era. Sí, justo él, el que tenía que llevarnos de regreso a casa. Solo Dios sabe por qué no nos matamos aquella noche.